sábado, 22 de diciembre de 2012

LAS ZAPATILLAS DORADAS

Faltaban sólo cuatro días para Navidad. Aún no sentía el espíritu de la ocasión, a pesar de que el parqueadero de la tienda de descuentos estaba repleto.

Dentro de la tienda era peor. Los carros de compras y los clientes de última hora causaban atascos en los pasillos. ¿Para qué vine hoy a la ciudad? Me pregunté.

Los pies me dolían casi tanto como la cabeza. Tenía una lista de varias personas que decían no querer nada, pero yo sabía que se quedarían ofendidas si no les compraba algo.

Comprar regalos no tenía nada de entretenido para mí. Estaba comprando para gente que tenía de todo, y los precios eran exorbitantes.

Llené mi carro de compras a toda prisa con esas cosas de último momento y me dirigí a las cajas. Escogí la que tenía la fila más corta, pero tendría que esperar al menos veinte minutos para llegar a la caja.

Delante de mí había un niño y una niña. El niño tenía unos cinco años y la niña era un poco menor.

Él llevaba un abrigo harapiento y unos playeros  viejos y enormes que sobresalían debajo de unos pantalones que le quedaban muy cortos.

 En sus manos, que estaban muy sucias, tenía varios billetes de un dólar todos arrugados. La ropa de la niña se parecía a la de su hermano. Su cabeza era una maraña de pelo ondulado. En la cara se le veían restos de la cena.

Llevaba en las manos un hermoso par de zapatillas doradas para la casa. Se oía música navideña en el equipo de sonido del almacén y la niñita tarareaba feliz y desafinadamente.

Cuando llegamos a la caja, la niña puso los zapatos con mucho cuidado sobre el mostrador. Los sostenía como si se tratara de un tesoro.

 La cajera marcó la cuenta. —Son seis dólares con nueve centavos —dijo. El niño puso sus billetes arrugados sobre el mostrador mientras buscaba más en los bolsillos de su pantalón. Consiguió reunir 3 dolares con 12 centavos. —Supongo que tendremos que devolverlas —dijo valientemente.

Volveremos después, quizá mañana. En cuanto oyó eso, la niña dijo con un leve sollozo: —Pero a Jesús le habrían encantado esas zapatillas. —Bueno, volveremos a casa y trabajaremos un poco más. No llores, volveremos después —le aseguró su hermano. En ese instante le pasé tres dólares a la cajera.

Esos niños habían esperado un largo rato en la fila, y a fin de cuentas, era Navidad.

De repente un par de brazos me rodearon y una vocecita exclamó: —Muchas gracias, señora.

—¿A qué te referías cuando dijiste que a Jesús le habrían gustado esos zapatos? —pregunté.

El niño respondió: —Nuestra mamá está enferma y se va a ir al Cielo.

 Papá dijo que es posible que se vaya a vivir con Jesús antes de Navidad.

La niña añadió: —En la escuela dominical, mi profesora me dijo que las calles del cielo son doradas, como estas zapatillas.

¿No le parece que mi mamá se vería hermosa caminando por esas calles con zapatos del mismo color?

Los ojos se me aguaron al fijarme en la carita manchada por las lágrimas. —Sí —le respondí—, no me cabe duda. En ese momento le agradecí a Dios en silencio que se valiera de esos niños para recordarme lo que significa dar.

Helga Schmidt

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